Quisiera que los españoles no fueran tan prácticos.
Tenía la idea romántica, ingenua tal vez, de que al llegar a España por primera vez con mi flamante pasaporte, el oficial de inmigración me pusiera el primer sello y me daría la bienvenida a “casa”.
Nada de eso. Tras un aterrizaje de madrugada, sólo introduje el documento en un lector electrónico y se me abrieron las puertas al país. Buscando algún reconocimiento de mi nuevo estatus, me acerqué a un funcionario somnoliento y le expliqué que estaba estrenando pasaporte y nacionalidad.
—¿Y?
—Es que quería saber si necesito hacer algo más.
—No, nada —me dijo, haciéndome saber con su tono que había hecho una pregunta ridícula.
Así que el pasaporte sigue tan nuevo como cuando me lo entregaron y, a pesar de haber pasado una semana dándome el gusto con jamón serrano, queso de oveja con trufas, cocido y turrón, sigo tan extranjera como antes.
¿Y?